lunes, 8 de agosto de 2011

Reflexiones de un Liberto

Reflexiones de un Liberto

De un libro por H. A. L. Craig
Selección e introducción por Said Abdunur Pedraza


Reproduzco a continuación un fragmento (dos capítulos) del libro “Bilal, el sirviente de Mahoma,” [1] libro que cuenta la historia de los inicios del Islam y la vida del Profeta Mujámmad (que las bendiciones y la paz de Dios sean con él), recurriendo a la voz de Bilal, un esclavo negro que fue condenado a morir por aceptar el Islam y adoptar el monoteísmo puro, y que fue liberado por los musulmanes para convertirse luego en una figura trascendental en la historia del Islam. Fue el primer hombre en hacer el llamado a la oración, que hoy día se escucha en todas las mezquitas del mundo cinco veces diarias. Su voz enterneció los corazones de los creyentes, disipó las dudas de muchos paganos, y estremeció a una nación en ciernes que no buscaba fama ni gloria, sino la complacencia del Creador.

Publicado por Quarter Books en 1977 y traducido por María Antonia Menini en 1995 (editorial Edhasa, Barcelona), este libro es obra de Harry Craig, [2] periodista y editor irlandés que trabajó en varios periódicos, programas de radio, e hizo televisión con la BBC de Londres. Se estableció en Roma donde desarrolló una exitosa carrera como guionista cinematográfico de películas de Hollywood como Aeropuerto 77 y Waterloo. Varias de sus películas fueron producidas por Dino DeLaurentis. A pesar de no ser musulmán, se convirtió en un enamorado y defensor del Islam cuando comenzó a estudiar su historia y la vida del Profeta Mujámmad (ByP). Escribió los guiones de las películas “The Message” (“El Mensaje,” 1976, [3] conocida también como “Mujámmad, el Mensajero de Dios”) y “Lion of the Desert,” ambas dirigidas por Moustafa Akkad y protagonizadas por Anthony Quinn. Luego de ello escribió este libro sencillo, brillante, en el que desarrolla el personaje de Bilal, el primer negro musulmán de la historia, uno de los amigos más cercanos del Profeta Mujámmad y uno de los más grandes defensores del Islam en sus inicios. La ficción literaria del libro consiste en que aparece escrito por Bilal mismo en primera persona, recurso que utiliza el autor para, desde la mirada del esclavo liberto, contar la historia real, históricamente documentada, de los primeros años de la formación de la nación musulmana.

Moustafa Akkad, director sirio, es conocido como productor de la serie de películas de horror “Halloween,” la primera de ellas dirigida por el reconocido director, guionista y compositor estadounidense John Carpenter. Pero entre los musulmanes se le conoce por su película “The Message” [4] (inserto la película completa al final de este artículo, doblada al español), donde narra la historia de cómo surgió el Islam y triunfó para difundirse por todo el mundo. Como dato curioso, Akkad rodó simultáneamente dos versiones de la misma película con dos repartos diferentes, la conocida en inglés con Anthony Quinn e Irene Papas, y la versión en árabe con Abdullah Gaith y Muna Wassef.

El aparte del libro que he escogido para publicar aquí, trata de por qué los idólatras y paganos odiaban a los primeros musulmanes. Las historias y reflexiones aquí expuestas son extrapolables a la actualidad. En el fondo de la islamofobia actual y la mala propaganda que busca mostrar al Islam como una religión de terroristas y pederastas, se encuentran los mismos miedos que llevaron a los mercaderes mecanos a combatir al Profeta y sus seguidores. Y en el fondo de la imagen falaz del supuesto machismo y desprecio del Islam por la mujer, subyace la misma incomprensión y los mismos temores de las propias mujeres por el mensaje revolucionario de igualdad entre los sexos que ha transmitido el Corán desde hace más de 14 siglos. Espero que esta breve lectura los anime a buscar este libro, que constituye una lectura no sólo interesante, sino edificante.


BILAL HABLA DEL ODIO DE LA MECA

¿Por qué nos odiaban? No eran malos, pero habían abandonado sus tradiciones e incluso la antigua honradez. Seguían las costumbres de la hospitalidad, obedecían sus propias reglas del honor y la deshonra, y cumplían las obligaciones del trueque propias de la vida en el desierto. La dureza de sus corazones era en buena parte el resultado de la dureza de sus vidas, de la misma manera que los que se pasan la vida montados a lomos de los asnos son los que peores palizas les pegan.

No nos odiaban ni odiaban a nuestro Único Dios porque amaran a sus múltiples dioses. El amor a los dioses nunca tuvo mucha importancia en el paganismo. Los dioses se utilizaban y se alababan al mismo tiempo, Era un sistema de toma y daca, un trato mercantil con el demonio. “Yo te adoraré a ti, Hubal, te honraré, te haré un regalo y prolongaré tu existencia acudiendo a ti… si tú me ayudas a encontrar el camello que he perdido.”

Pero yo, Bilal, que antes adoraba a los dioses paganos, no debo tratarlos ahora con demasiada ligereza, so pena de parecer un ignorante. Quiero exponeros con toda claridad la fuerza y la debilidad de los dioses.

Eran dioses de madera y de piedra, pero ningún pagano fue jamás tan estúpido como para adorar la piedra que se puede resquebrajar o la madera que se puede quemar. Creía que un espíritu habitaba en la madera o la piedra y adoraba a aquel espíritu. Pero en eso estribaba también la debilidad. Los dioses tenían una morada como la Kaaba y su influencia terminaba donde empezaba la de otro ídolo, otro templo, otra tribu, otra ciudad u otro dios. El dios que abría la puerta en La Meca ni siquiera la podía cerrar en Medina. Ése era todo el poder de los dioses.

Pero había cosas peores. Los dioses estaban simultáneamente por encima y por debajo de sus adoradores. Incluso los romanos, en su período pagano, sabían hasta qué extremo los dioses dependían del hombre. Los dioses quedan inservibles cuando no se los nombra y dejan de existir cuando no se los adora. Julio César tenía sus dioses y César Augusto los suyos; los dioses iban y venían en el tiempo que tardaba uno en cambiarse de toga. Hacíamos o deshacíamos a nuestros dioses simplemente dándoles más o dándoles menos, nos inclinábamos ante ellos o pasábamos de largo por delante de ellos, haciendo gala de un poder que no debería estar confiado al hombre.

Sólo gracias a un don gratuito de Dios puede el hombre regenerarse.

Una de las razones por las cuales nos odiaban era su incapacidad de comprender el poder del Único Dios. Recuerdo cómo solían inquietarse cuando Mujámmad predicaba la resurrección del cuerpo. En cierta ocasión Abu Lajab, un hombre tan grueso que necesitaba que lo ayudaran a levantare, le llevó al Profeta un fragmento de hueso humano y empezó a triturarlo entre sus dedos.

—¿Tú dices que eso puede resucitar? ¿Qué eso puede volver a ser un hombre? —preguntó, soplando el hueso pulverizado sobre el rostro del Profeta.

Mujámmad se sacudió el polvo de la cara con la mano y miró al jadeante y enfurecido príncipe mercader.

—Dios, que hizo al hombre al principio —contestó— lo puede recomponer si quiere.

Yo siempre había temido la cólera de Abu Lajab y en aquel momento la temí más que nunca. La tierra que pisaban sus pies se estremeció bajo el peso de su furia. Pero, a lo mejor, el demonio es modesto en el fondo. Abu Lajab no podía concebir que por lo menos una parte de su voluminosa presencia en este mundo, ya que no de su importancia, pudiera continuar viviendo en otro.

Y sin embargo, todos los paganos que he conocido adolecían de una lógica demasiado arrogante. Incapaces de someterse a lo que no pueden ver, dicen que el hombre lo es todo y que cada hombre es un fin en sí mismo. Su más allá está en la tierra, un sepulcro sin puerta. Hasta el poderoso Julio César el día de su triunfo, de pie en el altar, declaró: “La muerte es el fin de todas las cosas.” Fue una orgullosa manifestación de dominio del destino y un desprecio sólo comparable con la omnisciencia del suicidio. Pero, aunque el hombre pueda poner en peligro su alma, corromperla, deformarla y ennegrecerla, no puede matarla. Cada hombre tiene que responder ante su propia indestructibilidad. Pese a ello, Abu Lajab creyó poder negar a Dios triturando un hueso entre sus dedos.

Sin embargo, hay que reconocer que la cólera de Abu Lajab tenía su justificación. Quería develar un misterio, desenterrando una prueba sacada de una tumba. Sus amigos eran menos perspicaces, y nuestro pequeño y desordenado grupo constituía para ellos un motivo de diversión y de chanzas, y un pretexto para beber más vino.

Se burlaban de nosotros, nos escupían a la cara y nos cubrían de estiércol y de odio. Podíamos quitarnos de encima los escupitajos, que no eran más que su baba, pero los insultos al Profeta nos hacían sangrar por dentro. ¿Cómo era posible que él, amado por el Cielo y estimado por los ángeles, fuera el hazmerreír de los mortales? Nos dolía que se negara la luz. Sin embargo, él lo soportaba todo con paciencia y mansedumbre. No cabe duda de que la paciencia es la mejor virtud de un profeta, el escudo que Dios le regala. Por desgracia, yo carecía de esta virtud.

Un día, Ikrima y media docena de hombres me rodearon y me señalaron con sus dedos. Nadie dijo nada: ni una palabra ni un solo sonido, sólo una sonrisita en cada rostro. Creo que me asusté. E incluso tartamudeé, maldita sea su estampa. Si me volvía hacia la derecha, uno de ellos me empujaba con el dedo el costado izquierdo y me hacía girar como una peonza. No pude contener la vejiga y la orina me empezó a bajar por la pierna. Estaba atrapado en su red de dedos y sonrisas. Sabían cómo señalar con desprecio y humillar a un antiguo esclavo.

Se alejaron entre risas.

Recordando ahora el incidente, comprendo que nos odiaban por la más humana de las razones. Una malhadada ley exige que dondequiera que la verdad levante la cabeza, los hombres corran a cortársela como si un monstruo hubiera surgido en sus vidas. La verdad siempre es vista al principio como un enemigo y recibida con odio y escarnio.

BILAL CUENTA CÓMO SE TERMINARON LAS RISAS

Más tarde o más temprano, las burlas que tenían que terminar. Abu Sufián no era un comediante, su matamoscas subía y bajaba en un ritmo monótono, como si él tuviera los pensamientos en otra parte. Comprendió desde un principio que el Islam era una revolución. Mujámmad no sólo predicaba una nueva medida de Dios sino que también enseñaba una nueva medida del hombre. El Islam amenazaba con gravar con un impuesto todas las propiedades, tanto grandes como pequeñas: los que tienen deben compartir con los que no tienen, en dinero, productos y posesiones. Sí, aquello era una revolución. El Islam amenazaba el poder de la nobleza mercantil, tanto en el ámbito personal como en el político, reconociendo los derechos de los débiles y negando los derechos exclusivos de nacimiento de la tribu. Los musulmanes se debían a Dios, no a sus familias. Y Arabia no podía consentir semejante futuro.

Abu Sufián intentó —todos lo intentaron— hacer entrar en razón a Mujámmad, lo cual significaba, por supuesto, obligarle a aceptar sus puntos de vista. Le ofrecieron sobornos en forma de posición económica, autoridad e incluso ingresos procedentes de la Kaaba. Pensaron para sus adentros: “Pobres necios, quizá podamos comprar esa profecía con los minerales de la tierra.” Pero él rechazó el ofrecimiento.

—Si pusierais el sol en mi mano derecha y la luna en mi izquierda, no renunciaría a mi mensaje, pues éste viene de Dios. —Después les miró y se compadeció de sus almas—. No matéis a vuestras criaturas —les dijo, alejándose de ellos.

Debo explicaros lo que quiso decir al referirse a la muerte de las criaturas, pues en sólo treinta años, Mujámmad ha hecho progresar al mundo con tal rapidez que a veces me pregunto si todavía pisamos la misma tierra y no hemos sido catapultados hacia las estrellas.

Quiso decir exactamente lo que dijo: “No matéis a vuestras criaturas.”

En el desierto, antes de la aparición del Islam, el destino de un hijo ya era conocido antes de que sus pies salieran de las entrañas de su madre. Si la criatura era varón, estaba a salvo y se festejaba el acontecimiento. Si era hembra, su suerte era incierta y la gente hacía comentarios en voz baja. Si había suficientes niñas en la familia o si su número era excesivo en las tiendas de la tribu, cabía la posibilidad de que la condenaran a muerte. Nada más cortarle con los dientes el cordón umbilical, la niña era conducida al desierto donde se la cubría con paletadas de arena.

No se andaban con remilgos al cometer los asesinatos y no cabe duda que los argumentos que invocaban a favor del infanticidio reservado a las niñas tenían su lógica. Salvaban la vida, destruyéndola. La cuestión la decidía la economía del desierto, no los sentimientos. Una nueva boca significaba otro vientre vacío. Además, la niña criaría y se multiplicaría. De este modo, cumplían su propósito, tratando de mejorar la selección divina. Puesto que nacían más niñas que niños, ellos se limitaban a corregir el desequilibrio. Algunas niñas merecían ciertamente llegar a la pubertad y a esas se las salvaba para un uso futuro.

Era muy doloroso oír sus explicaciones. Para ellos el plan de la creación no poseía el menor carácter sagrado, y sin embargo, ¿quién puede hacerle reproches a quién? Cuando Mujámmad predicaba la igualdad de las mujeres en Arabia, en Francia se reunía un concilio de obispos cristianos para establecer si las mujeres tenían alma o no. No sé lo que decidieron… aquí en Siria te lo dicen todo y no te dicen nada. Pero a menudo me sorprendo de las contradicciones en que incurren las religiones con respecto a las mujeres y de que las mismas personas que veneran a María, la madre de Jesús (que la paz de Dios sea con ambos), puedan despreciar con tanta ligereza a Eva, la madre del hombre.

Lo que más los enfurecía, en mayor medida si cabe que la negación de sus dioses y la salvación de las niñas, era la limitación del número de esposas. Antes de Mujámmad, un hombre podía casarse con toda la frecuencia que sus ingles desearan o que sus camellos le permitieran. Algunos amontonaban a diez en una misma cama, otros a veinte, todas apretujándose las unas encima de las otras para poder estar lo más cerca posible de su rey.

El Islam limitó el número de esposas a sólo cuatro, con un mandamiento en el que se aconseja tener sólo una. Las cuatro tienen que ser tratadas equitativamente y sus exigencias matrimoniales se tienen que satisfacer por turnos equitativos. En caso de que ello no fuera posible, el hombre sólo puede tomar una esposa.

¿Se apresuraron las mujeres a asumir su nueva dignidad? No, ellas también despreciaron al Profeta. Todavía me parece oír la guerra civil de las mujeres. En caso de que la quinta esposa fuera repudiada, ¿quién se haría cargo de ella y la alimentaría? En el desierto era costumbre tener muchas mujeres, no sólo por la rapacidad de los hombres sino también porque los hombres son generosos. Por consiguiente, la limitación del número de esposas fue algo tan desconcertante que, al principio, se consideró una medida muy dura e incluso una crueldad para con las mujeres.

Pero Mujámmad no se detuvo aquí. ¿Cómo hubiera podido hacerlo, teniendo a un ángel que le guiaba en sus decisiones? Insistió en afirmar que las mujeres, a pesar de ser diferentes, estaban en pie de igualdad con los hombres. La diferencia se ve fácilmente, pues los hombres son compactos en tanto que las mujeres están hendidas, pero para ver la igualdad entre los sexos, uno tenía que forzar la vista. El Profeta les dijo que las mujeres eran seres complementarios de los hombres y que cada uno era el guardián del otro. Ambos tendrían que someterse al mismo juicio final y ambos heredarían el mismo destino.

El mundo que ahora reverencia a Mujámmad le odió entonces por estas ideas sencillas. Una era la burla de lo que adora la siguiente y el fruto es amargo antes de ser dulce. Pero hay que concederle al viejo perro del camino el derecho a ladrar. A veces me pregunto si el propio Dios sabe a cuál de nosotros dos, si a mi esposa o a mí, hizo igual al otro. Anoche ella me apagó la vela cuando yo estaba en plena lectura de mi libro de Heródoto. Si no la hubiera amado a ella más que a mi Heródoto, le hubiera pegado un manotazo… pero, a lo mejor, ella quería evitar que leyera a los paganos. Sin embargo, tal como he dicho al principio, ahora las burlas ya se habían terminado.




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NOTAS

[1] http://www.ciao.es/Bilal_El_sirviente_de_Mahoma_H_A_L_Craig__Opinion_1779331

[2] http://www.imdb.com/name/nm0185867

[3] http://es.wikipedia.org/wiki/El_Mensaje

[4] http://www.islamictorrents.net/details.php?id=19788 (torrent para descargar el DVD de la película en inglés —formato PAL— con subtítulos en suizo, danés, noruego y finlandés).



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Sir Bernard Shaw, un escritor cristiano socialista ateo que coqueteaba con el Islam (http://mensajesenlaruta.blogspot.com/2010/02/sir-bernard-shaw-un-escritor-cristiano.html).
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